Los equipos están de moda. Nadie quiere reconocer que no sabe trabajar en equipo.
Los autores dicen que los equipos de alto rendimiento se justifican si consiguen: cumplir eficientemente sus objetivos; desarrollar capacidades de trabajo y aprendizaje conjunto en sus miembros; contribuir al bienestar personal de los que lo componen. Eso es así.
Pero me parece que hay otras condiciones básicas necesarias para que un equipo funcione y de las que se habla poco. Y que son importantes cuando el bien de un integrante parece entrar en conflicto con el del team:
1. El equipo puede verse como una comunidad de personas. Lo que caracteriza a una comunidad es que cada uno de sus miembros esté allí con la voluntad de “participar activamente”. Participar es actuar de modo responsable y creativo. La participación es el modo humano de estar con los demás cuando se hace algo en común. El puro estar, el formar parte de modo pasivo no es lo que caracteriza al equipo. Participar es algo esencial de la relación con los demás, y en un equipo nunca es un “opcional”.
2. Existe una diferencia entre estar en el equipo con mentalidad de individuo o estar con mentalidad de persona. Un individuo es uno que se siente separado de los demás, y que los considera como un medio para conseguir sus objetivos individuales. En cambio una persona es alguien que considera necesario el bien de los demás para sentirse realizado. Si el equipo está compuesto por individualidades, cada uno intentará llevarse egoístamente lo mejor para sí. Si el equipo está compuesto por personas, cada uno aceptará la relación con los demás como esencial para su propia realización. El bien del equipo es el resultado de buscar el bien de cada integrante como persona, no como individuo aislado.
3. ¿Qué bienes pueden estar en juego en la disyuntiva bien del equipo/bien de una persona y cómo resolver el problema? No todos los bienes son iguales ni tienen la misma categoría. Hay bienes esenciales, como la vida, la dignidad, la verdad, la comunión con los demás, el trabajo digno; y bienes más accidentales como el lujo, la fama, el poder. En el modo de dirimir las situaciones en que existe oposición entre equipo e integrantes habrá que ver qué tipo de bienes hay en juego, y si el bien se relaciona con intereses individuales o con bienes de las personas.
sábado, 24 de julio de 2010
jueves, 3 de junio de 2010
¿Qué distancia para los amigos?
Las relaciones humanas se viven en un espacio concreto. El mail, el celular, las redes sociales en internet son espacios de comunicación claramente más lejanos que el baile, la cerveza en grupo, la risa, o el beso. ¿Cuáles espacios usamos para relacionarnos, con qué distancias personales convivimos, cómo construimos y edificamos los lugares de encuentro, los temas compartidos con unos y otros?
Cuando conversamos con otras personas, utilizamos de un espacio determinado donde nos vamos acercando o alejando, estamos en movimiento permanente, como danzando. Observamos que algunos utilizan distancias lejanas (los mails y las secretarias son las vías de comunicación más cercanas en muchas empresas) y se privan de tocarse, de cuidarse, de amarse, de compartir (Blajer). Eso es lo opuesto a la amistad, donde la distancia es la del amor, la de la intimidad sin ocultamientos, la de las conversaciones silenciosas y los secretos gritados al oído.
Hay familias que actúan como grupos. Viven bajo un mismo techo, comparten un mismo presupuesto y una misma educación, pero no se hablan, no se tocan, no se conocen, no se tratan, no confían. Puede ser que las necesidades materiales estén garantizadas, pero no se muestran los mocos ni se habla de los pecados de nadie.
Otras familias actúan como un equipo. Sus integrantes están juntos, no siempre en armonía, pero comparten las ganas de edificar. Se pelean, discuten, se enojan. Pero la envidia y los celos sucumben ante otros valores superiores. Lo he visto y vivido en familias de medianos o escasos recursos económicos, donde las peleas son inevitables, a veces hasta por falta de espacio físico. Pero allí hay calor. A los miembros que pasan un momento difícil se los apoya para que no sumen un dolor al otro.
Las distancias que hay entre las personas son proporcionales al amor que se siente por ellas. "A medida que más amo, más me acerco, más hablo despacio, al extremo que las miradas, los silencios, llegan a ser una vibración, una forma de comunicarse más perfecta. Es que los corazones se juntan"(Blajer).
Lo característico de la amistad es rozarse sin incomodidades. Porque un amigo es uno que está cerca, y a pesar de saberlo todo nos sigue queriendo.
Cuando conversamos con otras personas, utilizamos de un espacio determinado donde nos vamos acercando o alejando, estamos en movimiento permanente, como danzando. Observamos que algunos utilizan distancias lejanas (los mails y las secretarias son las vías de comunicación más cercanas en muchas empresas) y se privan de tocarse, de cuidarse, de amarse, de compartir (Blajer). Eso es lo opuesto a la amistad, donde la distancia es la del amor, la de la intimidad sin ocultamientos, la de las conversaciones silenciosas y los secretos gritados al oído.
Hay familias que actúan como grupos. Viven bajo un mismo techo, comparten un mismo presupuesto y una misma educación, pero no se hablan, no se tocan, no se conocen, no se tratan, no confían. Puede ser que las necesidades materiales estén garantizadas, pero no se muestran los mocos ni se habla de los pecados de nadie.
Otras familias actúan como un equipo. Sus integrantes están juntos, no siempre en armonía, pero comparten las ganas de edificar. Se pelean, discuten, se enojan. Pero la envidia y los celos sucumben ante otros valores superiores. Lo he visto y vivido en familias de medianos o escasos recursos económicos, donde las peleas son inevitables, a veces hasta por falta de espacio físico. Pero allí hay calor. A los miembros que pasan un momento difícil se los apoya para que no sumen un dolor al otro.
Las distancias que hay entre las personas son proporcionales al amor que se siente por ellas. "A medida que más amo, más me acerco, más hablo despacio, al extremo que las miradas, los silencios, llegan a ser una vibración, una forma de comunicarse más perfecta. Es que los corazones se juntan"(Blajer).
Lo característico de la amistad es rozarse sin incomodidades. Porque un amigo es uno que está cerca, y a pesar de saberlo todo nos sigue queriendo.
jueves, 6 de mayo de 2010
¿Trasgresión o herida?
Normalmente usamos el término “transgresión” para indicar la violación de normas o costumbres establecidas para ordenar la vida social. Se trasgrede la ley civil, el código de tránsito, los mandamientos, la buena educación en un deporte.
Cuando aplicamos la palabra trasgresión a la religión podemos caer en una confusión que lleva a una idea equivocada del sentido del pecado. El peligro está en el hecho de pensar que lo negativo del pecado está simplemente en el haber trasgredido una norma o un mandamiento de Dios. Este modo de considerar el pecado está siempre asociado a la idea de que el acto cometido es malo sólo porque Dios ha decidido que sea así, casi por un capricho suyo e independientemente del bien de la persona. En este sentido me parece que hablar del pecado como de una “trasgresión” o una “ofensa a Dios” es reductivo y equivocado desde el punto de vista de la persona que actúa.
En realidad el pecado o la trasgresión de un mandamiento, más que de ser una ofensa a Dios, es una disminución de la persona. Si lo queremos ver desde el punto de vista de Dios, es un alejamiento del plan que Él tiene para cada persona. Si el pecado es considerado como una trasgresión a un código exigido por Dios desde fuera de la persona humana, la vida moral resulta muy poco atractiva. Si en cambio se piensa desde la otra perspectiva, el pecado es el camino para perder la dignidad.
Es verdad que con mucha frecuencia el pecado es considerado como la trasgresión de la ley de Dios, porque la moral se hace falsamente girar en torno a los mandamientos y códigos de conducta. “Se puede hacer esto, está prohibido hacer aquello otro, si haces esto te condenarás, acá está el límite de lo permitido”, etc. Pecar se convierte en faltar a una normativa, violar un código, desobedecer una norma. Pero la vida humana lograda no consiste en el cumplimiento de un código, sino en acertar con el camino que conduce a ser mejores personas, a vivir un estilo de vida que vale la pena ser vivido.
Por todo esto considero mejor recordar que el pecado no es el incumplimiento de una ley sino la auto disminución de la misma persona. Si la reflexión moral es la propuesta de un camino para ser mejores personas, el pecado es una disminución de lo humano. La vida moral no es el respeto de un código de conducta sino la búsqueda del camino que permite llegar a una más plena humanidad.
El trasgresor de mentalidad legalista puede pensar que al pecar ha hecho algo que no podía hacer; el que comprende la vida humana como un camino de auto realización piensa que en realidad ha hecho algo que no le conviene, o algo que en el fondo no le hará feliz
Cuando aplicamos la palabra trasgresión a la religión podemos caer en una confusión que lleva a una idea equivocada del sentido del pecado. El peligro está en el hecho de pensar que lo negativo del pecado está simplemente en el haber trasgredido una norma o un mandamiento de Dios. Este modo de considerar el pecado está siempre asociado a la idea de que el acto cometido es malo sólo porque Dios ha decidido que sea así, casi por un capricho suyo e independientemente del bien de la persona. En este sentido me parece que hablar del pecado como de una “trasgresión” o una “ofensa a Dios” es reductivo y equivocado desde el punto de vista de la persona que actúa.
En realidad el pecado o la trasgresión de un mandamiento, más que de ser una ofensa a Dios, es una disminución de la persona. Si lo queremos ver desde el punto de vista de Dios, es un alejamiento del plan que Él tiene para cada persona. Si el pecado es considerado como una trasgresión a un código exigido por Dios desde fuera de la persona humana, la vida moral resulta muy poco atractiva. Si en cambio se piensa desde la otra perspectiva, el pecado es el camino para perder la dignidad.
Es verdad que con mucha frecuencia el pecado es considerado como la trasgresión de la ley de Dios, porque la moral se hace falsamente girar en torno a los mandamientos y códigos de conducta. “Se puede hacer esto, está prohibido hacer aquello otro, si haces esto te condenarás, acá está el límite de lo permitido”, etc. Pecar se convierte en faltar a una normativa, violar un código, desobedecer una norma. Pero la vida humana lograda no consiste en el cumplimiento de un código, sino en acertar con el camino que conduce a ser mejores personas, a vivir un estilo de vida que vale la pena ser vivido.
Por todo esto considero mejor recordar que el pecado no es el incumplimiento de una ley sino la auto disminución de la misma persona. Si la reflexión moral es la propuesta de un camino para ser mejores personas, el pecado es una disminución de lo humano. La vida moral no es el respeto de un código de conducta sino la búsqueda del camino que permite llegar a una más plena humanidad.
El trasgresor de mentalidad legalista puede pensar que al pecar ha hecho algo que no podía hacer; el que comprende la vida humana como un camino de auto realización piensa que en realidad ha hecho algo que no le conviene, o algo que en el fondo no le hará feliz
viernes, 16 de abril de 2010
¿Activos o pasivos?
¿Cómo participar creativamente sin anular al otro?
Existen dos modos fundamentales de “estar” en las distintas realidades en las que vivimos: la familia, el trabajo, la sociedad. O vivimos allí de modo activo y participativo, o simplemente “sobrevivimos” en esos lugares dejándonos arrastrar por las circunstancias. Es una cuestión de actitud. Además de ser una cuestión de las posibilidades de cada uno y de los modos de ser de las distintas organizaciones.
¿Porqué participar?
El hecho de participar activamente no es un optional que se agrega como una cosa más. Y esto por un motivo antropológico de cómo somos los seres humanos. La calidad humana de nuestra vida depende no sólo de la eficacia con la que logramos resultados, sino también de la capacidad de vivir realmente como personas. Vivir como personas en la vida social exige participar activamente en la consecución del fin de las instituciones en las que cada uno desarrolla su vida, porque participar es tomar parte en algo, pero más radicalmente y desde el punto de vista del valor de la persona, la participación es aquella situación que permite que la persona colabore junto con otras personas, y que en esa colaboración todos se desarrollen y se perfeccionen. La participación es una posibilidad de la persona, necesaria para que quien actúa junto con otros, pueda ser más cabalmente persona.
Ser personas en las instituciones
Según Karol Wojtyla la participación es la relación crucial que existe entre el individuo y la comunidad. Es, como hemos dicho, la dimensión fundamental de la persona que vive en sociedad. Esa participación se realiza en las instituciones que hacen de puente entre los individuos: la familia, el trabajo o la empresa, las asociaciones civiles, la red, los blogs, los clubes, las comunidades políticas de carácter local, la Nación, etc. En cada una de esas instituciones, la persona participa de un modo distinto, porque cada institución tiene una finalidad y un modo de funcionar propios. En cualquiera de esas realidades de la sociedad faltaría verdadera unidad entre las personas si no hubiera posibilidad de participación (esto es, de acción libre y responsable) por parte de todos. Participación es por lo tanto no sólo vivir junto con otros en los diferentes niveles de la vida social, sino hacerlo como persona. Y quien no lo hace por propia voluntad o porque la institución no se lo permite, está como disminuido respecto de sus potencialidades.
La sociedad no es un agregado de cosas
La sociedad no es simplemente un agregado de personas e instituciones. Esta visión resulta insuficiente, como sucede con el individualismo, y como sucede también con el colectivismo. La visión individualista de la sociedad es pobre porque considera las personas como individuos aislados y centrados sólo en sus derechos y en su propio bienestar. Si el individualista considera necesaria la vida con los demás, en realidad es como si se sometiera a la vida social porque está obligado por la necesidad material. Los demás no le agregan nada sustancial, y la unión con los demás no tiene nada que ver con ninguno de los caminos que conducen a la felicidad. No entiende el sentido y el valor del amor, de la amistad, del don, de la gratuidad (Benedicto XVI, encíclica Caritas in veritate). Afirma nuevamente Wojtyla en el libro citado más arriba que “desde el punto de vista individualista, se puede decir que no existe una propiedad que permita a la persona realizarse a sí misma al actuar junto con otros”.
El totalitarismo razona al revés pero acaba en el mismo error, porque considera que el bien de la comunidad se consigue sólo sometiendo la libertad y la iniciativa del individuo al interés del grupo, y por lo tanto, no dejándolo participar responsablemente.
Normalmente se dice que el socialismo no comprende bien la importancia de la iniciativa libre y responsable (ni de la subsidiaridad) y que el individualismo liberal no digiere bien el valor de los demás (ni de la solidaridad).
Participar, ¿es un derecho o un deber?
Para el pensamiento cristiano sobre la sociedad, la persona tiene el derecho básico (derivado del hecho de ser persona) de actuar participando. La sociedad puede ser una estructura que promueva la participación, o también puede estar formada por instituciones que la obstaculicen. Esto es especialmente evidente a nivel laboral y a nivel político. Hay distintas formas de participación. Como ya fue dicho, las comunidades son diversas entre sí pues relacionan las personas de modos distintos, en ámbitos diversos, y de esos ámbitos distintos surgen derechos y deberes propios de cada comunidad. No es lo mismo ser parientes en una familia, ser conciudadanos de un Estado, o miembros de una empresa. Deberíamos tratar de conseguir que todos los hombres puedan participar activamente en esas instituciones, según el fin y los modos propios de cada una de ellas.
La empresa es una comunidad de personas
A la luz de todo esto, quizás se comprende mejor el alcance de la definición que sostiene que la empresa es una comunidad de personas, más allá de ser una sociedad de capitales, tecnología y trabajo. Juan Pablo II lo ha subrayado al señalar que la finalidad de la empresa no es “simplemente la producción de beneficios, sino la existencia de la misma empresa como comunidad de hombres que, en modos diversos, buscan satisfacer sus propias necesidades fundamentales y constituyen un grupo al servicio de la sociedad”. Esto se puede conseguir cuando en la empresa todos aportan “según sus responsabilidades específicas” con “su trabajo disciplinado en solidaria colaboración” .
La cuestión de la promoción de la responsabilidad y de la iniciativa de los miembros de la empresa no debería por tanto reducirse a una razón puramente instrumental o de eficiencia. Tenemos que saber que la participación de todos y cada uno, al nivel y en los modos que correspondan desde una perspectiva técnica, tiene unas raíces muy profundas y son de una potencialidad probada en infinitas ocasiones.
Cualquiera que trabaja sintiendo que lo hace “en algo propio”, porque allí puede aportar de lo suyo y no sólo su obediencia y su fatiga física, lo hace de un modo mucho más comprometido. La iniciativa, la responsabilidad, la creatividad, son partes constitutivas esenciales de todo ser humano normal que quiera desarrollarse. El aburguesamiento, la indiferencia, la rutina, son el camino hacia una muerte lenta.
Equilibrio
Para conservar la armonía en la institución las personas que tienen un modo de ser que los lleva a la iniciativa y a la creatividad, tienen que esforzarse especialmente para no avasallar a los demás. Como en cualquier otra realidad humana, el equilibrio es el punto medio entre dos extremos igualmente nocivos: el exceso y el defecto. La participación de unos no debería hacerse sobre la anulación de los otros.
Por eso, junto con la participación, la paciencia, la comprensión, la delicadeza con las situaciones que pueda estar atravesando una persona, el saber ver y escuchar, son condiciones necesarias para cualquier directivo. Ser activos o pasivos, participar, dejar participar o hacer participar son parte de la construcción de instituciones más humanas.
¿Cómo participar creativamente sin anular al otro?
Existen dos modos fundamentales de “estar” en las distintas realidades en las que vivimos: la familia, el trabajo, la sociedad. O vivimos allí de modo activo y participativo, o simplemente “sobrevivimos” en esos lugares dejándonos arrastrar por las circunstancias. Es una cuestión de actitud. Además de ser una cuestión de las posibilidades de cada uno y de los modos de ser de las distintas organizaciones.
¿Porqué participar?
El hecho de participar activamente no es un optional que se agrega como una cosa más. Y esto por un motivo antropológico de cómo somos los seres humanos. La calidad humana de nuestra vida depende no sólo de la eficacia con la que logramos resultados, sino también de la capacidad de vivir realmente como personas. Vivir como personas en la vida social exige participar activamente en la consecución del fin de las instituciones en las que cada uno desarrolla su vida, porque participar es tomar parte en algo, pero más radicalmente y desde el punto de vista del valor de la persona, la participación es aquella situación que permite que la persona colabore junto con otras personas, y que en esa colaboración todos se desarrollen y se perfeccionen. La participación es una posibilidad de la persona, necesaria para que quien actúa junto con otros, pueda ser más cabalmente persona.
Ser personas en las instituciones
Según Karol Wojtyla la participación es la relación crucial que existe entre el individuo y la comunidad. Es, como hemos dicho, la dimensión fundamental de la persona que vive en sociedad. Esa participación se realiza en las instituciones que hacen de puente entre los individuos: la familia, el trabajo o la empresa, las asociaciones civiles, la red, los blogs, los clubes, las comunidades políticas de carácter local, la Nación, etc. En cada una de esas instituciones, la persona participa de un modo distinto, porque cada institución tiene una finalidad y un modo de funcionar propios. En cualquiera de esas realidades de la sociedad faltaría verdadera unidad entre las personas si no hubiera posibilidad de participación (esto es, de acción libre y responsable) por parte de todos. Participación es por lo tanto no sólo vivir junto con otros en los diferentes niveles de la vida social, sino hacerlo como persona. Y quien no lo hace por propia voluntad o porque la institución no se lo permite, está como disminuido respecto de sus potencialidades.
La sociedad no es un agregado de cosas
La sociedad no es simplemente un agregado de personas e instituciones. Esta visión resulta insuficiente, como sucede con el individualismo, y como sucede también con el colectivismo. La visión individualista de la sociedad es pobre porque considera las personas como individuos aislados y centrados sólo en sus derechos y en su propio bienestar. Si el individualista considera necesaria la vida con los demás, en realidad es como si se sometiera a la vida social porque está obligado por la necesidad material. Los demás no le agregan nada sustancial, y la unión con los demás no tiene nada que ver con ninguno de los caminos que conducen a la felicidad. No entiende el sentido y el valor del amor, de la amistad, del don, de la gratuidad (Benedicto XVI, encíclica Caritas in veritate). Afirma nuevamente Wojtyla en el libro citado más arriba que “desde el punto de vista individualista, se puede decir que no existe una propiedad que permita a la persona realizarse a sí misma al actuar junto con otros”.
El totalitarismo razona al revés pero acaba en el mismo error, porque considera que el bien de la comunidad se consigue sólo sometiendo la libertad y la iniciativa del individuo al interés del grupo, y por lo tanto, no dejándolo participar responsablemente.
Normalmente se dice que el socialismo no comprende bien la importancia de la iniciativa libre y responsable (ni de la subsidiaridad) y que el individualismo liberal no digiere bien el valor de los demás (ni de la solidaridad).
Participar, ¿es un derecho o un deber?
Para el pensamiento cristiano sobre la sociedad, la persona tiene el derecho básico (derivado del hecho de ser persona) de actuar participando. La sociedad puede ser una estructura que promueva la participación, o también puede estar formada por instituciones que la obstaculicen. Esto es especialmente evidente a nivel laboral y a nivel político. Hay distintas formas de participación. Como ya fue dicho, las comunidades son diversas entre sí pues relacionan las personas de modos distintos, en ámbitos diversos, y de esos ámbitos distintos surgen derechos y deberes propios de cada comunidad. No es lo mismo ser parientes en una familia, ser conciudadanos de un Estado, o miembros de una empresa. Deberíamos tratar de conseguir que todos los hombres puedan participar activamente en esas instituciones, según el fin y los modos propios de cada una de ellas.
La empresa es una comunidad de personas
A la luz de todo esto, quizás se comprende mejor el alcance de la definición que sostiene que la empresa es una comunidad de personas, más allá de ser una sociedad de capitales, tecnología y trabajo. Juan Pablo II lo ha subrayado al señalar que la finalidad de la empresa no es “simplemente la producción de beneficios, sino la existencia de la misma empresa como comunidad de hombres que, en modos diversos, buscan satisfacer sus propias necesidades fundamentales y constituyen un grupo al servicio de la sociedad”. Esto se puede conseguir cuando en la empresa todos aportan “según sus responsabilidades específicas” con “su trabajo disciplinado en solidaria colaboración” .
La cuestión de la promoción de la responsabilidad y de la iniciativa de los miembros de la empresa no debería por tanto reducirse a una razón puramente instrumental o de eficiencia. Tenemos que saber que la participación de todos y cada uno, al nivel y en los modos que correspondan desde una perspectiva técnica, tiene unas raíces muy profundas y son de una potencialidad probada en infinitas ocasiones.
Cualquiera que trabaja sintiendo que lo hace “en algo propio”, porque allí puede aportar de lo suyo y no sólo su obediencia y su fatiga física, lo hace de un modo mucho más comprometido. La iniciativa, la responsabilidad, la creatividad, son partes constitutivas esenciales de todo ser humano normal que quiera desarrollarse. El aburguesamiento, la indiferencia, la rutina, son el camino hacia una muerte lenta.
Equilibrio
Para conservar la armonía en la institución las personas que tienen un modo de ser que los lleva a la iniciativa y a la creatividad, tienen que esforzarse especialmente para no avasallar a los demás. Como en cualquier otra realidad humana, el equilibrio es el punto medio entre dos extremos igualmente nocivos: el exceso y el defecto. La participación de unos no debería hacerse sobre la anulación de los otros.
Por eso, junto con la participación, la paciencia, la comprensión, la delicadeza con las situaciones que pueda estar atravesando una persona, el saber ver y escuchar, son condiciones necesarias para cualquier directivo. Ser activos o pasivos, participar, dejar participar o hacer participar son parte de la construcción de instituciones más humanas.
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